domingo, 26 de abril de 2015

MEGALITOS, ESPACIO, PENSAMIENTO (F. Criado Boado - Publicado en "Trabajos de Prehistoria 46", 1989)

Sin preámbulos, puedo decir que este artículo debería ser considerado como un antecedente clásico de la arqueología anarquista, además de ser base de lo que posteriormente su autor denominó como “arqueología del paisaje”. Esto último no pasa desapercibido para la mayoría de los arqueólogos, no así lo primero, dato que en este contexto más interesa. En “Megalitos, Espacio, Pensamiento”, Criado Boado inaugura el uso de las propuestas de Pierre Clastres en esta disciplina (al menos en la producción de habla hispana), al contraponer por medio del megalitismo, a las sociedades contra el Estado, definidas por el antropólogo francés, y las sociedades campesinas donde las relaciones sociales tienden a basarse en la jerarquización.
En sus primeros párrafos nos dice que la “producción arqueológica” insiste en hacernos creer que habla de culturas distintas, que es una mera búsqueda del pasado de sociedades que ya no existen, cuando en realidad configura discursos que realmente remiten a la nuestra; condición peligrosa porque rara vez aflora en la conciencia de lxs arqueólogxs, y por tanto no se hace explícita en el trabajo. Analizando el caso del megalitismo gallego, observa que la materialidad no es sólo la expresión de actos e ideas, soporte de creencias y reflexiones de otras sociedades, sino también de pensamientos contemporáneos más o menos “científicamente” elucubrados.
Considera que los “monumentos megalíticos” cumplen una función social, son un símbolo territorial que regula la adaptación al entorno de las comunidades megalíticas, y que fundamentalmente son expresión de un sistema de ideología-poder. A partir de estas premisas boceta lo que una arqueología crítica puede descubrir sobre sí misma y nuestra sociedad (refiriéndose con “nuestra”, claro, al mainstream de la sociedad occidental). Para su descripción, cita tres postulados previos: la dimensión espacial del megalitismo, entendido como símbolos territoriales socialmente activos; el reconocimiento de que expresan una forma de pensamiento específico que posiciona al ser humano y a la sociedad en la naturaleza de una determinada manera; y el hecho de que estos monumentos actúan como acontecimientos de pensamiento. Para acceder a la comprensión de este último postulado, considera el uso de dos perspectivas de observación: una de escala general para examinar el pensamiento que permite el megalitismo, y otra de escala específica considerando a cada conjunto o a cada megalito individual como un acontecimiento singular, un acto del pensamiento. Éste, dice, no se refleja de modo directo en la materialidad arqueológica, sino que ella se configura como reflejo de un discurso de poder de cierto sector del grupo social.
Cada acto o acción, es primero un recurso ideológico, el resultado de una reflexión conceptual, y luego la materialización de una práctica más o menos impuesta. En este punto hace una inversión metodológica entre superestructura e infraestructura, perspectiva propuesta ya por Bakunin, a pesar que se “populariza” con los neomarxistas. Esta inversión le permite remitirse a los conceptos del antropólogo francés Pierre Clastres – quizás el primero en definirse como, y en comenzar a enunciar una antropología anarquista – para contrastar los cambios ideológicos dados entre lo que denominaba “sociedades primitivas” y las sociedades campesinas megalíticas. Para Clastres, las sociedades primitivas se caracterizan principalmente por la inexistencia en ellas del Estado, entendido como un órgano de poder político separado de la sociedad. No es que no haya poder, sino que éste es ejercido por la sociedad en su conjunto, y tiende a evitar que se produzca una división social, que llevaría aparejada el surgimiento de la desigualdad. Por esta razón las denominó “sociedades contra el Estado”, y no “sin Estado”. Visto así, en estas sociedades no se puede separar claramente un campo de lo ideológico, o de lo económico, etc. El orden social se reproduce asentado en la ancestralidad, influyendo plenamente en las concepciones y usos del espacio y el tiempo. Negar el tiempo es una forma de afirmar la permanencia de la sociedad, relacionando a los ancestros a una reaplicación permanente del pasado mítico en el presente. Por el contrario, estas sociedades tienden a desatender, a ocultar los muertos recientes, ya que ellos muestran que el tiempo pasa, algo que tendería a alterar la identidad cultural.
Con la aparición del megalitismo en Europa, se produce una fractura con este modo de vida. Estos monumentos destacan en el paisaje, humanizándolo; desafían el tiempo y fueron realizados con intencionalidad de permanecer; además, suponen una expropiación del trabajo. Esto último puede ser así al tratarse de tumbas, y no las de todos los miembros de una comunidad dada (que indicaría más bien un trabajo comunitario recíproco), sino de ciertos sujetos jerárquicamente diferenciados. Este proceso de expropiación del trabajo, para el autor, se dio paulatinamente.
Para Criado Boado, este cambio se da con el surgimiento del modo de vida campesino, marcando una discontinuidad con el orden mesoneolítico. Con el campesinado inicia una domesticación del paisaje, entendida como la imposición de la cultura sobre la naturaleza. La visibilización de un monumento funerario o cualquier asentamiento permanente, es una apropiación, una reivindicación sobre un territorio. Al revés que en la “sociedad primitiva”, la “sociedad campesina”, para tener éxito en sus tareas, se torna dependiente del cómputo del tiempo.
Tomando como caso de estudio la región noroeste de la península Ibérica, considera distintas escalas espaciales en la monumentalidad megalítica: el asentamiento, la localización puntual, el túmulo o cámara y el ajuar funerario. Estas especialidades dan lugar a diferentes horizontes de conflictividad, que son el monumento-entorno, el equilibrio túmulo-cámara, la dialéctica cámara-estructura de entrada y la relación entre ajuar-monumentalidad toda. La repetición de relaciones y combinaciones de acontecimientos (o sea la ejecución material de un pensamiento) en las distintas escalas espaciales presentan regularidades que permiten introducir referencias al significado y al contexto. Todos los acontecimientos y regularidades detectados en los sitios se articulan alrededor de la contraposición entre el interior y el exterior del monumento, marcando lógicas de separación entre lo sagrado y lo profano. Estos opuestos se dan en diferentes alternativas según la comunidad. Algunas monumentalizan el espacio interior del conjunto arquitectónico, otros el umbral y por último otros, el espacio exterior. En todos los casos, el megalitismo busca hacer visible a la muerte. Sin embargo, inicialmente esta exhibición de la muerte es grupal, niega al individuo al tratarse de enterratorios múltiples, muchas veces secundarios. Estos megalitos destacan el espacio exterior del monumento. Un segundo grupo, centrado en la monumentalidad del umbral, intermedio entre el exterior y el interior, produce un mayor acercamiento a los muertos, pero aún estos son grupales, anónimos por así decirlo. Finalmente, los megalitos que destacan el espacio interior, sobre todo los centrados en el ajuar funerario, enfatizan la exhibición del individuo. La instauración de la individualización de la muerte, junto a otras evidencias, estaría indicando la definitiva institucionalización de la jerarquización social.
Cada una de las regularidades observadas en las construcciones megalíticas, estaría permitiendo entenderlos como discursos radicalmente opuestos, uno en contra del poder y el otro a favor del mismo.

No olvidemos, nos recuerda Criado Boado retomando sus primeros párrafos, que más allá de la coherencia y articulación que puede tener cualquier análisis arqueológico, ellos son una interpretación del pasado desde el presente. En este caso particular, una crítica a nuestro sistema económico-social, en el que las sociedades contra el Estado son depositarios de ciertos valores que nuestra cultura ha extraviado.

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