Hacía mucho tiempo que había leído este
artículo, y recuerdo que en su momento me había parecido interesante. Sin
embargo, lo había leído al pasar. Hoy tiene otro sentido; y ya no solamente
resulta interesante, sino necesario. Se trata quizás, de uno de los trabajos
arqueológicos más radicales y críticos que ha caído a mis manos.
Si bien, salvo excepciones, la bibliografía
utilizada en el paper no tiene orígenes anarquistas, sus resultados lo son
claramente. No sólo discuten las nociones tradicionales sobre cultura material,
cambio social y patrimonio arqueológico (que prefiero llamar “referentes
arqueológicos”), sino que presentan conceptos y propuestas prácticas a tener en
cuenta. Como bien dicen los autores, no hay un intento de apropiación de los
postulados presentados, pero debe atribuírseles gran mérito en su análisis y
explicitación.
La cita de Foucault con la que inician marca
el tono de todas las páginas, apuntando claramente a romper con una arqueología
que, desde sus orígenes, viene siendo verticalista y autoritaria: “Ahora bien, los intelectuales han
descubierto, después de las recientes luchas, que las masas no los necesitan
para saber; ellas saben perfectamente (…). Sin embargo, existe un sistema de
poder que intercepta, prohíbe, invalida ese discurso y ese saber. Poder que no
está tan sólo en las instituciones superiores de las censura, sino que penetra
de un modo profundo, muy sutilmente, en toda la red de la sociedad. Ellos
mismos, los intelectuales, forman parte de ese sistema de poder, la propia idea
de que son los agentes de esa ‘conciencia’ y del discurso forma parte de ese
sistema. El papel del intelectual ya no consiste en colocarse ‘un poco adelante
o al lado’ para decir la verdad muda de todos; más bien consiste en luchar
contra las formas de poder allí donde es a la vez su objeto e instrumento: en
el orden del ‘saber’, de la ‘verdad’, de la ‘conciencia’, del ‘discurso’. Por
ello, la teoría no expresará, no traducirá, no aplicará una práctica, es una
práctica. Pero local y regional, como tú dices: no totalizadora. Lucha contra
el poder, lucha para hacerlo desaparecer y herirlo allí donde es más invisible
y más insidioso (…). Una teoría es el sistema regional de esta lucha”
(Foucault 2001, conversación con Gilles Deleuze).
Con total conciencia de que la práctica
investigadora es una práctica política, historizan a las ciencias sociales en
general, y a la arqueología en particular, desde sus orígenes en el programa
positivista de fines del siglo XVIII y el siglo XIX, cuando se instaura
académicamente la tradición que separa Razón y Sujeto, buscando hallar las
leyes naturales al margen de la intervención divina…pero también rechazando el
carácter político de la ciencia y la toma de postura en las realidades
contemporáneas al científico.
Así, siguiendo a Eric Wolf, expresan que las
ciencias sociales, formalmente, surgieron como una herramienta para mantener el
status quo, como arma intelectual para enfrentar a teorías críticas al
capitalismo industrial. El programa positivista creado, entonces, se vinculó al
utilitarismo y la racionalidad instrumental. Estas dos ideas, posicionan al ser
humano como un ente meramente económico, que sólo busca satisfacer mediante la
maximización, sus exigencias materiales ilimitadas. Esto mismo, excluye de la
historia a la mujer, dado que considera que no juegan un rol destacado en la
producción. Esta misma ciencia, debido a su concepción lineal y fatalista de la
historia, busca legitimar la existencia de los Estados modernos, que son
resultado del asentamiento del “espíritu” de los pueblos. Una visión totalmente
esencializadora de lo cultural. La razón instrumental somete conciencias,
agentes y grupos.
Pese a ser presentada como teoría radical, el
marxismo posee características que lo posicionan dentro del programa
positivista conservador: si bien es diferente debido a su carácter político,
considera a la ciencia como forma de buscar una verdad universal, busca
descubrir las leyes del desarrollo humano en la historia, y defiende el
predominio del rigor científico frente a la moral.
La hegemonía positivista comienza a ser
discutida tras la Segunda Guerra
Mundial, produciéndose una brecha profunda en los procesos alrededor del Mayo
Francés. Las nuevas dinámicas sociales expresadas en esos momentos, dieron pie
a entender la investigación como una actividad compleja, llevada a cabo en
contextos subjetivos y políticos específicos. De estos contextos surgen
pensadores como Foucault, Bourdieu y Said, entre otros. Con ellos se explicita
una de toma conciencia respecto a que la ciencia social “neutra” es una ficción
simbólicamente eficaz, ya que ofrece como científica la representación
dominante del mundo social. Se pone de relieve la trascendencia política de los
campos científicos con respecto a la sociedad donde se desarrollan, y se cae en
cuenta que el mandato de la objetividad impide cualquier intento de criticar a
la sociedad. A pesar de ello, se busca mantener una distancia entre el trabajo
académico y las acciones políticas del científico en sus contextos sociales. Es
Chesneaux, quien rechaza totalmente la separación entre profesión y sociedad…
así como lo hizo Berkman 70 años antes respecto al trabajo manual e
intelectual. Discute el lugar del saber elitista y la función del saber
histórico para ocultar la acción de agentes y grupos concretos.
Este repaso por las relaciones entre ciencias
sociales y política sirve de preámbulo a los autores para abocarse a explicitar
los postulados de lo que denominan una “arqueología responsable”. Definen
arqueología como una “teoría histórica de
la materialidad, que destaca el papel jugado por la cultura material en la
estructuración de las relaciones sociales como relaciones de poder (orden
social) y como ser histórico a través del que las metáforas hegemónicas
colectivas refiguran ese orden (cambio cultural). Entendemos que esta práctica
intelectual aporta un campo, contenidos y formas de razonamiento que dotan a
agentes y colectivos de comunidades concretas contemporáneas con un importante
arsenal crítico para comprender y superar las jerárquicas y desiguales
estructuraciones de las realidades sociales actuales y futuras”. Una
característica importante de la arqueología es que ésta permite indicar como la
materialidad es una elemento activo en la configuración y sentido de las
relaciones sociales, ya sea por medio de artefactos, ecofactos o elementos de
la naturaleza que interactúan con el medio social, configurando el paisaje. La
arqueología permite acceder al terreno práctico, experiencial y no discursivo
de la acción, tanto pasadas como contemporáneas. Las implicancias de la materialidad
en las relaciones de poder son alarmantes, y las demás ciencias sociales no se
ocupan de ella. Pero para poder lograr este tipo de análisis, es necesario
romper con la visión tradicional que la arqueología ha tenido de la cultura
material, dislocada de las relaciones sociales, como mera clasificación de
objetos. El debate sobre la capacidad de la cultura material como transmisora
de información y como configuradora de prácticas sociales es aún pobre entre
los arqueólogos.
Estas ideas estáticas de la cultura material
comienzan a cambiar hacia la década de 1980, de la mano de la arqueología
postprocesual, con la que se produce el “giro lingüístico”, protagonizado por
las demás ciencias sociales en las décadas anteriores. Arqueólogos como Hodder
y Tilley establecieron una visión de la cultura material como texto, en que el
mundo material participa de una retórica que ayudaría a configurar las
relaciones sociales. La cultura material no tendría significados unívocos, sino
múltiples. Se la establece como lecturas del discurso social. El problema de
esta arqueología interpretativa es que al proponer explicaciones infinitas,
aunque logra desenmascarar la arbitrariedad de los discursos de poder
naturalizados, el pasado se torna una constante narrativa donde no se pueden
fijar significados. Todos los discursos son arbitrarios, todo se torna
hiperrelativo, por lo que no se puede establecer un marco en el pasado para la
crítica política en el presente.
La imposibilidad de fijar significados impide
estudiar las relaciones sociales como relaciones de poder, algo a lo que la
arqueología debe aspirar para poder intervenir en situaciones concretas, ya que
las reacciones de los oprimidos no responden meramente a antagonismos
discursivos sino a la propia experiencia y percepción de la existencia de
condiciones de opresión establecidas por el orden social.
Teniendo en cuenta la teoría de la
estructuración de Giddens y la noción de habitus de Bourdieu, los autores
proponen que la cultura material nos puede situar frente a una serie de
experiencias que el orden impuesto no logra apropiarse, fragmentos de órdenes
sociales que intenta borrar: el comunitario, que aunque no totalmente
conformado actualmente, sigue actuando sobre experiencias marginales. Las
personas experimentan su historia por medio de la materialidad, mostrando lo
traumático del abandono forzado de un modo de vida.
Respecto a las nociones de orden social y
cambio cultural, dicen que coexisten dos posturas principales. Por un lado, la
que entiende a la sociedad como entidad armónica en un sentido no conflictivo
del término, por lo que entiende el cambio como externo a la dinámica de
relaciones entre agentes; y por otro lado, una postura que se basa en la idea
del antagonismo entre las partes que conforman la sociedad, provocando una
conflictividad inherente. Una es conservadora, la otra destaca lo que va en
contra del orden establecido. Para los autores, la arqueología como historia
cultural debe entender a la sociedad como conflicto, siendo capaz de explicar
las diferentes temporalidades que dan en un mismo grupo social. Debe explicar
tanto las acciones de cambio, como las de mantenimiento y reproducción; la
historia como correlación de fuerzas, por así decirlo, una amalgama de
tensiones entre identidad y alteridad. Así, si se entiende que el cambio
cultural está mediado por relaciones de dominación, también vemos que la
resistencia de las posiciones subalternas está presente. En este sentido,
comprenden que el orden social y el cambio cultural son siempre traumáticos.
Entender la materialidad como resultado de
las tensiones sociales nos permite ejercitar la desnaturalización de las
desigualdades reflejadas en la cultura material contemporánea. Entender las
relaciones de dominación y resistencia en las diversas formaciones sociales del
pasado, debería permitir abrir nuestra percepción respecto a las relaciones
sociales que nos atraviesan; algo difícil desde otros abordajes no enfocados en
la materialidad, dado que muchas veces, la violencia ejercida por el poder no
es discursiva. Si la materialidad jugó un rol en las relaciones de dominación
en el pasado, la desempeña en el presente. Vigilar y Castigar, de Foucault, es
un excelente ejemplo al respecto. Observemos las obras públicas en nuestros
entornos, las remodelaciones de plazas, las vías de acceso a un espacio urbano,
etc. ¿Qué usos propician? ¿A quiénes van destinadas? ¿A quiénes marginan? ¿Qué
prácticas pretenden eliminar?... Todas ellas nos dicen mucho más que cualquier
discurso político.
Atendiendo a estos aspectos de la cultura
material, lxs arqueólogxs pueden ejercer una labor de contrainformación y
resistencia a los modelos partidistas que pretenden representar intereses
generales, cuando realmente responden al mercado, a las autoridades
administrativas y a los poderes fácticos. La única forma de resistencia, tanto
en el campo como en la ciudad, es trabajar cotidianamente como parte de los
movimientos sociales, como un vecino más implicado en las problemáticas
locales.
Al tornarse así la arqueología una herramienta
de resistencia y lucha social, se vuelve fundamental pensar formas de
autofinanciación para el desarrollo de proyectos de investigación autónomos,
así como de activación de referentes culturales al interior mismo de las
comunidades concretas. Resulta inevitable pensar, desde las dinámicas
específicas de un trabajo arqueológico autónomo, otras formas de valoración y
producción, no ligadas al dinero y a lo mercantil.
La posibilidad de que en el transcurso de un
trabajo planteado desde esta postura, a cierto punto se vea truncado por
fuerzas represivas de distinto tipo, no debe desanimar a pugnar por llevarla a
cabo. Es una respuesta esperable a toda actividad contestataria.
En la línea de lo sugerido, proponen el
desarrollo de temas de investigación que apunten a resolver problemas actuales;
el uso de dinámicas de grupos que propicien el diálogo y rechacen el narcisismo
del orador catedrático que impone decisiones unidireccionalmente. Para
facilitar esto, es primordial que discutamos las relaciones y los procesos de
formación académicas, y propiciemos la constitución de redes de asociaciones de
apoyo mutuo y ejecución de proyectos conjuntos entre colegas, sin olvidar que
cualquier acción desempeñada tendrá éxito si forma parte de la comunidad donde
se inserta.
Talleres de arqueología (experimentando otras
formas de usos del espacio, o reutilizando tecnologías más autogestivas y
ecológicas), actividades de contrainformación (mesas de difusión, señaléctica
espontánea de espacios de memoria, rutas turísticas alternativas) y la
presencia de los arqueólogxs frente a las administraciones públicas (exigiendo
el cumplimiento de las obligaciones que los Estados se autoatribuyen sobre los
referentes culturales, y rara vez cumplen), son acciones de gran potencial político
y transformador de las realidades sociales contemporáneas.
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