martes, 7 de julio de 2015

ESPERANZAS EN COMÚN

Pese a la existencia de algunas experiencias previas, como las de Pierre Clastres, la producción desde el anarquismo en antropología y arqueología ha sido escueta hasta iniciado el siglo XXI. Recién en el 2004, cuando el antropólogo norteamericano David Graeber – partícipe activo del movimiento Occupy Wall Street y miembro del Industrial Workers of the World –, publica su ensayo “Fragmentos de Antropología Anarquista”, es que resurge como perspectiva de interés. Este ensayo, donde se expresa respecto a la poca presencia de anarquistas en la academia, rastrea ciertas propuestas libertarias en la antropología clásica, y esboza una serie de posibles líneas de acción, ha sido la mecha que encendió la discusión en torno a la construcción de una antropología anarquista (y por asociación, una arqueología anarquista), como corriente teórica aplicada e implicada. Al día de hoy, la copiosa producción de Graeber refleja una gran diversidad de intereses y variados registros de escritura. Desde papers académicos, pasando por libros rigurosos pero amenos, hasta ensayos, entrevistas y reseñas de opinión en diversos medios de comunicación, el autor nos proporciona valiosas herramientas e interpretaciones sobre temáticas tales como la acción directa en los movimientos sociales, las experiencias de construcción de prácticas democráticas emergentes, una teoría antropológica del valor, una historización del concepto y los efectos de la deuda, la creciente burocratización de nuestra sociedad, etc. 
Haber comenzado este blog con sus trabajos habría sido, quizás, a estas instancias, un cliché. Sin embargo, es momento de comenzar a acercarnos a su prolífica obra. En esta ocasión, comparto la traducción de un breve texto escrito en el año 2008, en plena crisis norteamericana, en el que expresa sus ideas en torno al Movimiento de Justicia Global, y que evidentemente, es un antecedente directo de su conocido libro Deuda: Los primeros 5000 años.


Esperanzas en Común
(David Graeber, 2009, publicado en Adbusters #82, Volume 17, Number 2, bajo el título “Tactical Briefing”)

Parece que hemos alcanzado un impasse. El capitalismo tal como lo conocemos parece estar siendo apartado. Pero mientras las instituciones financieras se tambalean y desmoronan, no hay una alternativa obvia. La resistencia organizada aparece como dispersa e incoherente; el movimiento de justicia global una sombra de si mismo. Hay buenas razones para creer que, en una generación más o menos, el capitalismo no existirá más: por la simple razón de que es imposible mantener un motor de perpetuo crecimiento en un planeta finito. Al enfrentar este prospecto, la reacción instintiva – incluso la de los “progresistas” – es, generalmente, miedo, sostenerse al capitalismo porque simplemente no pueden imaginar una alternativa que no fuese aún peor.
La primera pregunta que debemos hacernos es: ¿Cómo pasa esto? ¿Es normal para los seres humanos ser incapaces de imaginar qué sería un mundo mejor, a pesar de desearlo?
La desesperanza no es natural. Necesita ser producida. Si queremos realmente entender esta situación, tenemos que empezar por entender que los últimos treinta años han sido de construcción de un vasto aparato burocrático para la creación y mantenimiento de la desesperanza, una especie de máquina gigante diseñada, primero y principalmente, para destruir cualquier sentido de posible alternativa futura. En sus bases es una verdadera obsesión por parte de los gobernantes del mundo de asegurar que los movimientos sociales no puedan crecer, florecer, proponer alternativas; que aquellos quienes desafían a los arreglos del poder existente, bajo ninguna circunstancia, sean percibidos como ganadores. Para lograrlo se requiere crear un vasto aparato de ejércitos, prisiones, policía, varias formas de seguridad privada, aparatos de inteligencia policial y militar, motores de propaganda en cada variedad concebible, muchos de los cuales no atacan a las alternativas de forma directa si no que crean un constante clima de terror, conformidad, y simple desesperación que ubica a cualquier intento por cambiar el mundo en el lugar de inútil fantasía. Mantener este aparato parece ser más importante, para los exponentes del “libre mercado”, que mantener cualquier tipo de economía de mercado viable. ¿De que otra forma se puede explicar, por ejemplo, lo que ocurrió en la Unión Soviética, donde uno debió imaginar que el fin de la Guerra Fría terminaría con el desmantelamiento del ejército y la KGB y la reconstrucción de las fábricas, siendo que de hecho lo que ocurrió fue lo contrario? Esto es solo un ejemplo extremo de lo que ha venido ocurriendo en todos lados. Económicamente, este aparato es puro peso muerto; todas las armas, cámaras de vigilancia, y motores de propaganda son extraordinariamente caras y realmente no producen nada, y como resultado, arrastra hacia abajo a todo el sistema capitalista consigo, y posiblemente, a la Tierra misma.
Los espirales financieros y el interminable alborozamiento de las burbujas económicas que venimos experimentando son resultado directo de este aparato. No es coincidencia que Estados Unidos se haya vuelto tanto el país más militarizado del mundo (“por seguridad”) como el mayor promotor de falsas medidas de seguridad. Este aparato existe para aplastar y pulverizar la imaginación humana, destruir cualquier posibilidad de visualizar futuros alternativos. Como resultado, lo único librado a la imaginación es más y más dinero, y espirales de deuda completamente fuera de control. La deuda es, después de todo, dinero imaginario cuyo valor sólo puede ser realizado en el futuro: futuros beneficios, los procedimientos de explotación de los trabajadores aún no han nacido. El capital financiero en cambio es la compra y venta de estos imaginarios futuros beneficios; y una vez que asumimos que el capitalismo en sí mismo va a durar por toda la eternidad, el único tipo de democracia económica que resta por imaginar es una en la que todos somos libres de invertir en el mercado – para agarrar cada uno su propia porción en el juego de compra y venta de imaginarios futuros beneficios, incluso si estos beneficios serán extraídos de nosotros mismos. La libertad se volvió el derecho a compartir en los procesos de la propia eterna esclavización.
Y dado que la burbuja fue construida para la destrucción de futuros, una vez colapse parecerá – al menos momentáneamente – que nada queda.
El efecto es sin embargo claramente temporal. Si la historia del movimiento de justicia global nos dice algo es que el momento en que parece haber cualquier tipo de apertura, la imaginación inmediatamente florece. Esto efectivamente es lo que pasó a fines de los ’90 cuando pareció, por un momento, que nos estábamos moviendo hacia un mundo de paz. En los Estados Unidos, por los últimos cincuenta años, siempre que pareció haber una posibilidad de un período de paz, ocurrió lo mismo: la emergencia de movimientos sociales radicales dedicados a principios de acción directa y democracia participativa, animando a una revolución del verdadero significado de la vida política. A fines de los ’50 estos fueron los movimientos por los derechos civiles; a fines de los ’70 fue el movimiento antinuclear. En esta ocasión ocurrió a escala planetaria, y desafió al capitalismo frente a frente. Estos movimientos tienden a ser extraordinariamente efectivos. Ciertamente el movimiento por la justicia global lo fue. Pocos se percataron que una de las principales razones de que aparecen y desaparecen de la existencia tan rápidamente es que alcanzan sus metas con gran velocidad. Ninguno de nosotros soñó, cuando estábamos organizando las protestas de Seattle en 1999 o los encuentros contra el FMI en DC del año 2000, que en el plazo de tres o cuatro años, el proceso de WTO habría colapsado, que las ideologías “libre mercado” estarían casi completamente desacreditadas, que cada nuevo pacto de comercio que nos tiraran – desde el MIA hasta el Acta de Áreas de Libre Comercio de América – habrían sido derrotados, el Banco Mundial trabado, el poder del FMI sobre casi toda la población mundial, efectivamente destruido. Pero esto es precisamente lo que pasó. El hecho de que el FMI es particularmente sorprendente. Alguna vez el terror del Sur Global es hoy, un fragmentado remanente de su forma original, ultrajado y desacreditado, reducido a vender sus reservas de oro y en la búsqueda desesperada por una nueva misión global.
Mientras tanto, la mayor parte de la “deuda del tercer mundo”, simplemente desapareció. Todo esto fue resultado directo de un movimiento que se orientó a movilizar la resistencia global de forma tan efectiva que las instituciones reinantes fueron primero desacreditadas, y finalmente, aquellas que manejaban gobiernos en Asia y especialmente en América Latina fueron forzadas por sus propias poblaciones a aceptar el engaño de los sistemas financieros internacionales. Muchas de las razones por las que el movimiento entró en un estado de confusión fueron que ninguno de nosotros realmente consideró que habíamos ganado.
Pero por supuesto hay otras razones. Nada aterroriza más a los gobernantes del mundo, y particularmente a los Estados Unidos, que el peligro de las bases democráticas. Donde sea que un movimiento genuinamente democrático comienza a surgir – particularmente, aquellos basados en principios de desobediencia civil y acción directa – la reacción es la misma; el gobierno hace inmediatas concesiones (está bien, puedes tener tal derecho), y luego comienzan a tender situaciones de tensión militar. El movimiento es entonces forzado a transformarse a si mismo en un movimiento anti-guerra; que, casi invariablemente, es por lejos organizado menos democráticamente. Así el movimiento por los derechos civiles fue seguido por Vietnam, el movimiento antinuclear por las guerras de poder en El Salvador y Nicaragua, el movimiento por la justicia global, por la “Guerra del Terror”.
Pero a este punto podemos ver la “guerra” como lo que fue: el flagrante y tontamente obvio esfuerzo de un poder en declive de llevar a cabo su peculiar combinación de máquinas de guerra burocráticas y capitalismo financiero especulativo hacia una condición global permanente. Si la podrida arquitectura colapsó abruptamente hacia fines de 2008, fue al menos en parte porque mucho del trabajo ya había sido cumplido por un movimiento que, de cara a la represión posterior al 9/11, se vio en la confusión respecto a cómo continuar su sorprendente éxito inicial, y que ha  sido visto como desaparecido de la escena por mucho tiempo.
Por supuesto, realmente no fue así.
Estamos claramente ante las puertas de otro resurgimiento de la imaginación popular. Esto no debería ser tan difícil. Muchos de los elementos ya están allí. El problema es que, nuestra percepción ha sido torcida por décadas de propaganda relentizante, por lo que no somos capaces de verlos. Consideremos el término “comunismo”. Rara vez un término ha sido tan completamente ultrajado. La idea estándar, que aceptamos más o menos sin pensar, es que comunismo significa control estatal de la economía, y que es simplemente un sueño utópico porque la historia nos muestra que simplemente “no funciona”. El capitalismo, aunque poco agradable, es la única opción remanente. Pero de hecho el comunismo realmente significa, simplemente, cualquier situación donde la gente actúa de acuerdo al principio “a cada uno según sus habilidades, a cada uno según sus necesidades” – que es la forma en que casi todos siempre actuamos al trabajar juntos y lograr hacer algo. Si dos personas están arreglando un caño y uno dice “pásame una llave”, el otro no dice, “¿Y qué gano con ello?” (Al menos si realmente quieren que sea arreglado). Esto es cierto incluso si ellos han sido contratados por Bechtel o Citigroup. Aplican principios de comunismo porque es la única forma que realmente funciona. Es esta también la razón por la que casi todas las ciudades o países se orientan a una especie de rápido comunismo cuando sobreviene un desastre natural o colapso económico (uno puede decir que en esas circunstancias los mercados y cadenas jerárquicas son lujos a los que no pueden aspirar). A más creatividad se requiere, a mayor improvisación ante una tarea dada, más igualitaria resulta la forma de comunismo al que se llega: así es porque, incluso los ingenieros informáticos Republicanos, cuando tratan de innovar en nuevos softwares, tienen a formar pequeños colectivos democráticos. Es sólo cuando el trabajo se torna estandarizado y aburrido – como las líneas de producción – que se torna posible imponer formas más autoritarias, incluso fascistas de comunismo. Pero el hecho es que incluso las compañías privadas son, internamente, organizadas comunistamente.
Por tanto, el comunismo ya está aquí. La pregunta es cómo democratizarlo. El capitalismo, en cambio, es apenas una forma posible de manejar el comunismo – y, cada vez más claramente, la forma más desastrosa de hacerlo. Claramente necesitamos pensar una forma mejor: preferiblemente, una que no nos lleve tan sistemáticamente a ahorcarnos mutuamente.
Todo esto hace que sea más fácil entender por qué los capitalistas tienden a verter extraordinarias cantidades de recursos en la maquinaria de la desesperanza. El capitalismo no es solo un pobre sistema para manejar el comunismo: tiene una notoria tendencia a segregarse periódicamente. Cada vez que lo hace, todos aquellos que obtienen beneficios de él deben convencer a todo el mundo – sobre todo a los técnicos, los médicos y los docentes, peritos y aseguradores que claman por ajustes – que realmente no hay opción más que obedientemente ordenar todo de nuevo, de modo más o menos original. Esto ocurre a pesar de que la mayoría de quienes deben llevar a cabo el trabajo de reconstruir el sistema, ni siquiera les gusta mucho, y tienen al menos la vaga sospecha, enraizadas en sus propias experiencias cotidianas de comunismo, que realmente es posible crear un sistema al menos un poco menos estúpido e injusto.
Esto es porque, como la Gran Depresión demostró, la existencia de cualquier alternativa que se vea plausible – incluso aquellas tan dudosas  como la Unión Soviética – puede tornarse en una aparentemente insoluble crisis política.
Quienes desean subvertir el sistema han aprendido, por medio de amargas experiencias, que no podemos poner nuestras esperanzas en los Estados. La última década ha visto el desarrollo de cientos de formas de asociaciones de apoyo mutuo, la mayoría de los cuales no ha sido captado por los radares de los medios globales. Abarcan desde pequeñas cooperativas y asociaciones a enormes experimentos anti-capitalistas, archipiélagos de fábricas recuperadas en Paraguay o Argentina, plantaciones de té y pescaderías auto-organizadas en la India, institutos autónomos en Korea, comunidades insurgentes en Chiapas o en Bolivia, asociaciones de campesinos sin tierra, ocupas urbanos, alianzas de vecinos, que florecen en cualquier lugar donde el Estado y el capital global están mirando temporalmente hacia otro lado. Parecen no tener unidad ideológica y muchos siquiera están al tanto de la existencia de otros, pero todos están signados por el deseo común de romper con la lógica del capital. Y en muchos lugares, están comenzando a unirse. “Economías Solidarias” existe en cada continente, en al menos ochenta países diferentes. Estamos en el punto donde podemos empezar a percibir los contornos de cómo todo esto puede amalgamarse a nivel global, creando nuevas formas de comunidad planetaria para consolidar una genuina civilización insurgente.
Las alternativas visibles fragmentan el sentido de inevitabilidad, que el sistema debe, necesariamente, arreglarse de la misma forma – por esto se torna tan imperativo para la gobernancia mundial eliminarlos, o, al menos, cuando esto no es posible, asegurarse que nadie sepa de ellos. Estar al tanto de todo esto nos permite ver todo lo que estamos haciendo bajo una nueva luz. Para darnos cuenta que ya somos comunistas cuando trabajamos en proyectos en común, que somos todos anarquistas cuando resolvemos problemas sin recurrir a abogados o a la policía, que todos somos revolucionarios cuando hacemos algo genuinamente nuevo.
Alguien puede objetar: una revolución no puede confinarse a esto. Es verdad. Al respecto, el gran debate estratégico está realmente apenas comenzando. Ofreceré sin embargo, una sugerencia. Al menos por cinco mil años, los movimientos populares tendieron a centrar sus luchas sobre la deuda – esto fue así mucho antes que el capitalismo mismo existiera. Hay razones para ello. La deuda es la manera más eficiente jamás creada de tomar relaciones fundamentalmente basadas en la violencia y desigualdad violenta y volverlas correctas y morales para todos los involucrados. Cuando el truco no funciona más, todo explota. Tal como en la actualidad. Claramente, la deuda se ha mostrado como el punto más débil del sistema, el punto en que todo sale de control. Esto también permite infinitas oportunidades para la organización. Hay quienes hablan de una huelga a la deuda, o de un cártel a la deuda.
Quizás – al menos podemos empezar por pedidos contra los desahucios: pedir, barrio tras barrio, que nos apoyemos entre todos si cualquiera viene a ser desalojado de nuestras casas. El poder no es solo aquel que desafía los regimenes de deuda si no el que desafía cada fibra del capitalismo – sus fundamentos morales – hoy revelados como una colección de promesas rotas – pero al hacerlo, crear uno nuevo. Una deuda después de todo, es solo eso: una promesa, y en el mundo actual abundan promesas que no se pueden mantener. Alguien puede hablar aquí de la promesa hecha a nosotros por el Estado; que si abandonamos cualquier derecho a manejar colectivamente nuestros asuntos, podremos al menos ser provistos por las seguridades de vida básicas. O la promesa ofrecida por el capitalismo – que podemos vivir como reyes si estamos dispuestos a comprar cosas bajo nuestra propia subordinación colectiva. Todo esto está colapsando. Lo que queda es que estamos habilitados para prometernos unos a otros. Directamente. Sin la mediación de las burocracias políticas y económicas. La revolución comienza preguntando: ¿Qué tipo de promesas se hacen entre sí los hombres y mujeres libres, y cómo, al hacerlas, comenzamos a construir otro mundo?



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