El año 2009 salió publicado “Contemporary
Anarchist Studies: An introductory anthology of anachy in the academy”
(Estudios Anarquistas Contemporáneos: Una antología introductoria a la anarquía
en la academia), un libro editado por Randall Amster, Abraham DeLeon, Luis A.
Fernandez, Anthony J. Nocella II, y Deric Shannon, bajo el Grupo Editorial
Routledge – Tylor and Francis Group. Se trata de un conjunto de ensayos
escritos por investigadores de diversas disciplinas, y que sin la menor duda,
necesita ser traducido en forma íntegra, al tratarse de una potente herramienta
de trabajo y análisis para quienes discurrimos en los ámbitos universitarios,
en constante pugna por ejercer nuestra práctica desde perspectivas anárquicas.
Este compilado consta de cinco
secciones. La primera de ellas, titulada “Teoría”, está compuesta por trabajos
de Tod May (Anarquismo desde Foucault a Ranciere), Gabriel Khun (Anarquismo,
Postmodernidad y Post-estructuralismo), Alejandro de Costa (Dos preguntas
indecibles para pensar que todo vale), Joel Olson (El problema de los infoshops
y la insurrección: el anarquismo de Estados Unidos, la construcción de
movimientos y el orden racial), Emily Gaarder (Frente a la violencia contra las
mujeres: alternativas a la ley y el castigo basado en el Estado), y Eric Buck
(El flujo de la experimentación en las economías anárquicas). La segunda
sección, “Metodologías”, cuenta con los textos de Jeff Ferrell (Contra el
método, contra la autoridad…por la anarquía), Paul Routledge (Hacia una ética
relacional de la lucha: corporalización, afinidad y afecto), Luis A. Fernández
(Al estar allí: reflexiones sobre el anarquismo y la observación participativa),
David Graeber (Anarquismo, Academia y Vanguardia), Liat Ben-Moshe, Dave Hill,
Anthony J. Nocella II y Bill Templer (Desactivar el capitalismo y un anarquismo
de “igualdad radical” en resistencia a las ideologías de la normalidad). La
sección tres, “Pedagogía”, está conformada por escritos de Richard Khan
(Epimeteanismo anárquico: la pedagogía de Iván Illich), William T. Armaline
(Reflexiones sobre pedagogía y epistemología anarquista), Maxwell Schnurer y
Laura K. Hahn (Artefactos accesibles para la discusión comunitaria sobre
anarquía y educación), Abraham Deleon y Kurt Love (La teoría anarquista como
crítica radical: Desafiando jerarquías y dominación en las ciencias sociales y “duras”),
Stevphen Shukaitis (Infrapolítica y la máquina educacional nómade), Colman
McCarthy (Anarquismo, educación y el camino hacia la paz). La sección cuarta,
titulada “Praxis”, contiene los siguientes autores y títulos: Deric Shannon (Tan
hermoso como un ladrillo a través de la ventana de un banco: anarquismo, academia,
y resistencia a la domesticación), Steven Best (Repensar la revolución: la
liberación total, la política de alianzas y un prolegómeno a los movimientos de
resistencia en el siglo XXI), Lisa Kemmerer (Anarquismo: fundamentos en la fe),
Jeffrey S. Juris (Anarquismo, o la lógica cultural de redes), Karoline K.
Kaltefleiter (El estilo de las chicas anarquistas hoy: acciones y prácticas de
riot grrrl), Pattrice Jones (Libre como un pájaro: anarquismo natural en
acción). La última sección, “El Futuro”, está compuesta de los siguientes
escritos: Uri Gordon (Noticias oscuras: la política anarquista en épocas de
colapso), Martha A. Ackelsberg (Identidades personales y visiones colectivas:
reflexiones sobre la identidad, la comunidad y la diferencia), Ruth Kinna y
Alex Pritchard (Anarquismo: Pasado, presente y utopía), Peter Seyferth
(Anarquismo y Utopía), Randall Amster (Anarquía, utopía y el estado de cosas
por venir).
A continuación les comparto el
texto en español del Capítulo 10, escrito por David Graeber y titulado “Anarquismo,
Academia y Vanguardia”, el cual traduje en esta ocasión en pos de reflexionar
al respecto de algunos cuestionamientos realizados por docentes de mi
universidad a la posibilidad de ciertas prácticas desde una arqueología anarquista.
Dejo además, el link para
descarga del libro completo en inglés: https://drive.google.com/open?id=0Bx4uAg3y0LKecGY1NnpodUdaTlk
10. Anarquismo, Academia y Vanguardia
David Graeber
(Traducción: Leonardo Faryluk)
Inicialmente, iba a escribir una
auto-etnografía crítica de mi vida académica. Pero rápidamente me di cuenta que
escribir críticamente sobre la academia es casi imposible. Durante los 1980,
todos usamos de la idea de la antropología reflexiva, el esfuerzo por probar
más allá de la aparente autoridad de los textos etnográficos para revelar las
complejas relaciones de poder y dominación que existen al realizarlos. El
resultado fue una serie de meditaciones etnográficas sobre las políticas del
trabajo de campo. Pero incluso como estudiante graduado, siempre me pareció que
algo incómodo estaba ausente aquí. Los textos etnográficos, después de todo, no
son realmente escritos en el campo. Son escritos en la universidad. La
antropología reflexiva, sin embargo, casi nunca tiene nada que decir respecto a
las relaciones de poder bajo las cuales esos textos han sido realmente
compuestos.
En retrospectiva, la razón parece
muy simple: cuando uno está en el campo, todo el poder está de un lado – o al
menos, se puede imaginar fácilmente que es así. Meditar sobre nuestro propio
poder no va a ofender a nadie (de hecho, es el tipo de preocupación de la clase
media-alta), e incluso si lo hace, no hay nada que los ofendidos puedan hacer
al respecto. Al momento que uno regresa del campo y comienza a escribir, sin
embargo, las relaciones de poder se invierten. Mientras uno está escribiendo su
disertación, se es, típicamente, un estudiante graduado sin dinero, cuya
carrera completa puede posiblemente verse destruida por una sola interacción no
política con un miembro del comité. Mientras uno está transformando su
disertación en un libro, se es típicamente un Profesor Asistente adjunto o no
concursado, que desesperadamente está intentando no pisar cualquier pie
poderoso para poder alcanzar un trabajo real y permanente. Cualquier
antropólogo en tal situación, de hecho, pasará muchas horas desarrollando
complejos, matizados, y extremadamente detallados análisis etnográficos
respecto a las relaciones de poder que conllevan, pero esas críticas jamás, por
definición, serán publicadas, porque cada uno que lo hiciese estaría cometiendo
suicidio académico.
Uno solo puede imaginar el
destino de, digamos, una estudiante graduada quien escribiese un ensayo
documentando las políticas sexuales de su departamento, dejando al descubierto
las tramas sexuales de los miembros del comité, o, digamos, uno proveniente de
la clase trabajadora quien publicase una descripción de las prácticas de los
profesores marxistas quienes regularmente citan los análisis de Pierre Bourdieu
(1993) respecto a la reproducción de los privilegios de clase en los ámbitos
académicos, y luego en sus propias vidas actúan como si Bourdieu hubiese
escrito un manual y no una crítica. Para el tiempo en que se es un miembro
distinguido de la facultad, y esto asegura la posición, uno estaría habilitado
para retirarse publicando tales análisis. Pero para entonces – a menos que
seamos memoriosos – nuestra propia situación de poder garantiza que esas
objeciones no sean más percibidas.
En una mano, mis pensamientos me
llevan a la conclusión que sería más seguro admitir que se es anarquista que
escribir una auto-etnografía honesta de la academia. En la otra mano, soy un
anarquista. Y esto me muestra que los dilemas que provienen de esta realidad proveen
un tema interesante para realizar una serie de comentarios sobre la academia y
su modus operandi, el cual presento
en este capítulo.
Consenso y democracia directa
Desarrollé mi investigación
doctoral en una comunidad rural de Madagascar, durante un período a fines de
los 1980 y principios de 1990 en el cual la mayor parte del territorio del país
fue abandonado por el Estado. Las comunidades rurales, e incluso algunos
pueblos más grandes, fueron por mucho tiempo auto-gobernados; nadie realmente
estaba pagando impuestos, y si un crimen era cometido la policía podía no
aparecer. Las decisiones públicas, cuando debían tomarse, tendían a ser una
especie de proceso de consenso informal. Escribí un poco sobre esto al final de
mi disertación pero, como casi todos los antropólogos, no podía pensar en todo
lo interesante que podía decir al respecto. De hecho realmente entendí lo
interesante del consenso de forma retrospectiva, cuando, diez años después, me
volví activista en New York. Para esas épocas, casi todos los grupos
anarquistas de Norteamérica operaban mediante alguna forma de proceso de
consenso, y el proceso funcionaba tan bien – realmente se ve como la única
forma de toma de decisiones completamente consistente con los es estilos de
organización que no son de arriba-abajo – que fue ampliamente adoptado por
cualquier interesado por la democracia directa.
Hay enormes variaciones entre
diferentes estilos y formas de consenso pero una cosa que casi todas las
variantes norteamericanas tienen en común es que están organizadas en
consciente oposición a los estilos de organización y, específicamente, los
típicos grupos de debate de los clásicos marxistas sectarios. Estos están
invariablemente organizados derredor de algún Maestro Teórico, quien ofrece un
análisis comprehensivo de la situación mundial y, usualmente, de toda la
historia humana, pero poca reflexión teórica sobre cuestiones más inmediatas de
la organización y la práctica. Los grupos con inspiración anarquista tienden a
operar asumiendo que nadie puede, o probablemente debe, jamás convertir
completamente a otra persona a su propio punto de vista, que las estructuras de
tomas de decisiones son formas de gestionar la diversidad, y además, que
deberían concentrarse en mantener procesos igualitarios y considerando
cuestiones inmediatas de acción en el presente.
Uno de los principios
fundamentales del debate político, por ejemplo, es que uno está obligado a
dejar a los demás participantes el beneficio de la duda por honestidad y buenas
intenciones, cualesquiera sean nuestros pensamientos respecto a sus argumentos.
En parte, esto también emerge del estilo de debate que el proceso de tomas de
decisiones por consenso estimula: donde votar envalentona a reducir a las
posiciones del oponente a una hostil caricatura, o lo que fuese necesario para
derrotarlo, el proceso de consenso es construido en un principio de compromiso
y creatividad donde uno está constantemente intercambiando propuestas hasta que
cada uno pueda retirarse con algo con lo que todos puedan vivir: hasta aquí, el
incentivo siempre es ser lo más constructivos posibles sobre los argumentos de
los demás.
Todo esto se parece mucho a lo
que presencié en Madagascar; la diferencia principal era que desde que los
activistas norteamericanos aprendieron esta forma de reunión, todo ello se
expresó explícitamente. Así que la experiencia activista volcó una nueva luz a
mi etnografía original. Pero esto me marcó sobre cuánto de la práctica
intelectual ordinaria – del tipo en la que fui entrenado a realizar en la
Universidad de Chicago, por ejemplo – se parece realmente al tipo sectario de
debate anarquista que se estaba tratando de evitar. Una de las cosas que más me
perturbó sobre mi entrenamiento fue precisamente la forma en que se nos
incentiva a leer otros argumentos teóricos: básicamente, de la forma menos
caritativa posible. A veces me preguntaba cómo esto puede ser reconciliado con
la idea de que la práctica intelectual era, en algún nivel último, una empresa
común en búsqueda de la verdad. De hecho, el discurso académico parece más a
una casi exacta reproducción del estilo de debate intelectual típico de las más
ridículas sectas vanguardistas.
Anarquismo y la academia
Todo esto ayuda a explicar algo
más: por qué hay tan pocos anarquistas en la academia. Como filosofía política,
el anarquismo está atravesando por un verdadero renacimiento. Los principios
anarquistas – autonomía, asociación voluntaria, auto-organización, democracia
directa, apoyo mutuo – se han convertido en las bases para organizar nuevos movimientos
sociales desde Kamchatka hasta Buenos Aires, incluso cuando sus exponentes se
denominan a sí mismos Autonomistas, Asociacionistas, Horizontalitas, o
Zapatistas. Aún muchos académicos parecen tener solo una vaga idea que esto
está pasando, y tienden a menospreciar al anarquismo como una broma estúpida
(por ejemplo, “¡Organización anarquista! ¿No es eso una contradicción de
términos?”). Hay miles de académicos marxistas, pero no más que un puñado de
académicos anarquistas bien conocidos.
No pienso que esto sea porque los
académicos sean lentos en percatarse de ello. Me parece que el marxismo ha
tenido siempre una afinidad con la academia que el anarquismo nunca podrá. El
marxismo es, después de todo, probablemente el único movimiento social que fue
inventado por un hombre quien realizó una disertación doctoral; y siempre habrá
algo de este espíritu que encaja en la academia. El anarquismo por otro lado no
fue realmente inventado por nadie. Es cierto, los historiadores usualmente lo
tratan como si lo fuera, construyendo la historia del anarquismo como si fuese
básicamente una criatura idéntica en su
naturaleza al marxismo: fue creada por pensadores específicos del siglo XIX
(Proudhon, Bakunin, Kropotkin, etc.), está inspirado en las organizaciones de la
clase trabajadora, inmerso en luchas políticas, y así. Pero de hecho la
analogía es forzada. Los pensadores del siglo XIX generalmente acreditados con
la invención del anarquismo no se consideraban a sí mismos como inventores de
nada particularmente nuevo. Veían al anarquismo más como una especie de confianza
moral, un rechazo a todas las formas de violencia estructural, desigualdad, o
dominación (anarquismo significa literalmente “sin gobernantes”) y la creencia
que los seres humanos son perfectamente capaces de vivir sin ellos. En este
sentido, siempre ha habido anarquistas, y presumiblemente, siempre habrá.
Solo hace falta comparar las
corrientes históricas del marxismo y el anarquismo, para entonces ver que
estamos lidiando con diferentes cosas. Las corrientes marxistas tienen autores.
Así como el marxismo salió de la mente de Marx, también tenemos Leninistas,
Trotskistas, Gramscianos, Althusserianos, por nombrar algunos. Nótese como la
lista comienza por jefes de Estado y va pasando casi exclusivamente a
profesores franceses. Pierre Bourdieu (1993) notó que si el campo académico
fuese un juego en el que los docentes luchan por el poder, sabrías que has
ganado cuando otros docentes comienzan a preguntarse cómo hacer un adjetivo con
tu nombre. Es, presumiblemente, para preservar la posibilidad de “ganar el
juego” – o comenzar a ser reconocidos como titanes intelectuales, o finalmente,
poder sentarse a los pies de uno – que esos intelectuales insisten en continuar
empleando teorías de la historia de Grandes Hombres sobre las cuales discuten
por sobre cualquier otra cosa. De hecho, las ideas de Foucault, así como las de
Trotsky, nunca son tratadas como productos de un cierto entorno intelectual, o
como surgidas de conversaciones y argumentaciones interminables en cafés,
clases, etc., sino siempre como si hubiesen emergido del genio de un solo
hombre. Aquí, también, el marxismo es completamente acorde al espíritu de la
academia.
Las corrientes anarquistas, en
contraste, siempre surgen de algún tipo de principio organizativo o de la
práctica: Anarcosindicalistas y Anarcocomunistas, Insurreccionalistas y
Plataformistas, Cooperativistas, Individualistas, y así[1].
Los anarquistas se distinguen por lo que hacen, y por cómo se organizan a sí
mismos para hacer algo. Y de hecho esto ha sido siempre a lo que más tiempo han
dedicado a pensar y argumentar. Nunca han estado muy interesados en temas de
amplitud estratégica o preguntas filosóficas que preocupan a los marxistas,
tales como “¿Son potencialmente los campesinos una clase revolucionaria?” (Los
anarquistas tienden a pensar que esto es algo que los campesinos deben
decidir), o “¿Cuál es la naturaleza de las formas de mercancía?”. Más bien, los
anarquistas tienden a argumentar sobre ¿Cuál es la forma verdaderamente democrática
de llevar a cabo un mitin, a qué punto la organización deja de ser sobre
empoderar a la gente y comienza a limitar las libertades individuales? ¿Es el
“liderazgo” necesariamente algo malo? O, alternativamente, sobre la ética de
oponerse al poder: ¿Qué es la acción directa? ¿Debemos condenar a alguien que
asesina a un jefe de Estado? ¿Cuándo está bien destrozar una ventana?
El marxismo, entonces, ha tendido
a ser un discurso teórico o analítico respecto a la estrategia revolucionaria.
El anarquismo ha tendido a ser un discurso ético sobre la práctica
revolucionaria. Ahora, esto también implica que hay un montón de potencial
complementación entre los dos. No hay razón por qué uno no puede escribir
teoría marxista, y simultáneamente vincularla a la práctica anarquista; de
hecho, mucha gente lo hace, incluyéndome[2].
Pero si el anarquismo es una ética de la práctica, esto significa que no hay
nada que diga que sos anarquista al menos que estés haciendo algo. Y esto es
una forma de ética que insiste, antes que nada, en que nuestros medios deben
estar en consonancia con nuestros fines; que no se puede crear libertad por
medios autoritarios; que tanto como se pueda, uno debe corporizar la sociedad
que desea crear. Así, es muy difícil imaginar cómo uno puede hacer esto en una
universidad sin entrar en serios problemas.
Una vez le pregunté a Immanuel
Wallerstein por qué considera que los académicos se vinculan a esos estilos
sectarios de debate. Actuó como si la respuesta fuese obvia: “Bien, la
academia. Es el feudalismo perfecto”. De hecho, el sistema de la universidad
moderna es quizás la única institución -
además de la monarquía británica y la iglesia católica – que ha sobrevivido más
o menos intacta desde la Alta Edad Media[3].
¿Qué significaría realmente actuar como un anarquista en un entorno lleno de
decanos, rectores y personas vestidas con divertidas túnicas, dando
conferencias en hoteles lujosos, llevando a cabo batallas intelectuales en
lenguajes tan arcanos que nadie que no haya pasado al menos dos o tres años en
una escuela de grado tendría esperanzas de entender? Al menos significaría
desafiar de alguna manera la estructura universitaria. Así que volvemos al problema
con el que comencé: actuar como un anarquista sería un suicidio académico. Por
lo que no está del todo claro que puede hacer
realmente un académico anarquista.
Revolucionarios y la universidad
Si uno siguiese el ejemplo de
Wallerstein, sin dudas sería posible escribir una historia del sectarismo
académico, comenzando quizás con las disputas teológicas entre Dominicos y
Franciscanos en el siglo XIII – es decir, en la época en que las disputas eran
literalmente entre sectas rivales – y trazar una línea hasta los orígenes del
sistema universitario moderno en Prusia a inicios del siglo XIX. Como ha notado
Randall Collins (1998), los reformistas quienes crearon el sistema
universitario moderno, principalmente colocando a la filosofía en el lugar
antes ocupado por la teología como disciplina maestra y llevando la institución
a un novedoso Estado centralizado, donde casi todos eran exponentes de una u
otra forma de Idealismo filosófico. Su argumento parece un poco cínico, pero
este patrón se repitió en muchos lugares – con el Idealismo tornándose la moda
filosófica dominante en el momento exacto en que las universidades fueron
reformadas, primero en Alemania, luego en Inglaterra, Estados Unidos, Italia,
Escandinavia, Japón – por lo que es difícil negar que algo pasó aquí (Collins
1998:650):
Cuando Kant
propuso que la filosofía fuese árbitro de las demás disciplinas, estaba
trazando una línea que transformaba a las carreras académicas en sí mismas
superiores a las carreras dentro de la iglesia… Cuando Fichte visualizó a los
profesores universitarios como una nueva especie de reyes-filósofos, estaba
llamando la atención sobre la tendencia de los titulares de grados académicos
de monopolizar el ingreso a la administración pública. Las bases para este
argumento deben buscarse en los conceptos de los discursos filosóficos; pero la
motivación para crear estos conceptos provienen de la realista evaluación
respecto a que las estructuras estaban moviéndose en una dirección favorable
para lograr un auto-gobierno de la elite intelectual.
De este modo se explica por qué
los seguidores de Marx, aquel gran rebelde contra el Idealismo Alemán, se
complementan tan perfectamente con el espíritu de la academia – su imagen
especular, incluso – mientras actúa de puente entre aquellos hábitos de
argumentación una vez típicos de los teólogos, que son trasladados a los
dominios de la política.
Algunos argumentarán (como creo
lo haría Collins) que esas divisiones sectarias son simplemente aspectos
inevitables de la vida intelectual. Las nuevas ideas solo pueden surgir de
confusas contiendas académicas. Esto puede ser cierto, pero creo que sin
embargo, no es el punto. En primer lugar, el tipo de grupos basados en consenso
a los que me refiero también dan prioridad a la diversidad de perspectivas. Así
es que los anarquistas no ven las discusiones como una competencia en la cual
cada teoría o perspectiva debe, en última instancia ganar. Esa es la razón por
la cual las discusiones casi siempre se enfocan en qué va a hacer la gente. En segundo
lugar, los modelos sectarios de debate difícilmente se conducen a propiciar la
creatividad intelectual. Es difícil ver cómo una estrategia de menosprecio
sistemático a otros argumentos pueda contribuir a impulsar el conocimiento
humano. Esto es útil solo si uno se ve como peleando una batalla y el único
objetivo es ganar. Uno utiliza tales técnicas para impresionar a la audiencia. Por
supuesto, en batallas académicas, casi no hay audiencia – más que otros
estudiantes graduados u otros académicos de actitud feudal – haciendo que todo
esto pierdan sentido, aunque parece no importar.
Los guerreros académicos se
desempeñarán frente a audiencias inexistentes de la misma forma en que las
minúsculas sectas trotskistas de siete u ocho miembros invariablemente fingirán
ser gobernantes en espera, quienes sienten que su responsabilidad es apoyarse
en sus posiciones respecto a todo, desde el matrimonio gay hasta como resolver
mejor las tensiones étnicas en Kashmir. Suena ridículo. En realidad, es
ridículo. Pero aparentemente, es la mejor manera de garantizar la victoria en
estos extraños torneos de caballeros que se han convertido en la característica
distintiva del “auto-gobierno de la élite intelectual” de Collins.
Sobre la idea de vanguardia
Parece que mi argumento hasta
aquí me ha llevado a encasillarme. Los anarquistas superan los hábitos
sectarios al mantener siempre el foco en lo que poseen en común, que es aquello
que hacen (destruir al Estado, crear
nuevas formas de comunidad, etc.). Lo que los académicos quieren haces, en su
mayoría, es establecer sus posiciones relativas. Quizás sea mejor encararlo,
entonces, desde otro lado.
Los anarquistas tienen una
palabra para este tipo de comportamiento sectario. Lo llaman “vanguardismo”, y
lo consideran típico de quienes creen que el rol apropiado para los
intelectuales es arribar con el análisis teórico correcto sobre la situación
mundial, así como estar disponibles para liderar a las masas hacia un camino
verdaderamente revolucionario. Un efecto beneficioso de la popularidad del
anarquismo en los círculos revolucionarios actuales es que esta posición se
considera definitivamente pasada de moda. El problema, entonces, tiene que ver
con cuál debe ser el rol de los intelectuales revolucionarios. O, simplemente,
¿cómo podemos abandonar nuestros hábitos vanguardistas? Deshacer la teoría
social desde hábitos vanguardistas puede ser una tarea particularmente difícil
porque históricamente la teoría social moderna y la idea de vanguardia han
nacido más o menos juntas. En realidad, esa era la idea de la vanguardia
artística, y la relación entre las tres – teoría social moderna, vanguardismo y
vanguardia – sugiere algunas posibilidades inesperadas.
El término vanguardia fue en
realidad acuñado por Henri de Saint-Simon (1825) como producto de una serie de
ensayos que escribió hacia el fin de su vida. Al mismo tiempo que su entonces
secretario y más tarde rival, Auguste Comte, Saint-Simon escribió respecto a la
Revolución Francesa, y esencialmente se preguntaba por qué había salido mal. Ambos
arribaron a la misma conclusión: la sociedad moderna, industrial, carecía de
cualquier institución que pudiese proveer de cohesión e integración social, a
diferencia de la sociedad feudal que tuvo a la Iglesia Católica. Cada uno
terminó proponiendo una nueva religión: Saint-Simon (1825) la llamó “Nuevo
Cristianismo”, y Comte (1852) denominó la suya “Nuevo Catolicismo”. Al
principio, los artistas eran quienes jugarían el rol del sacerdocio;
Saint-Simon produjo un diálogo imaginario en el que un representante de los
artistas explicaba a los científicos como, en su rol de imaginar futuros
posibles e inspirar al público, jugarían el rol de “vanguardia” – una “función verdaderamente
sacerdotal” en la sociedad venidera – y cómo los artistas vislumbrarán aquello
que los científicos e industriales pondrán en funcionamiento. Eventualmente, el
Estado en sí mismo, como mecanismo coercitivo, simplemente se desvanecería[4].
Comte (1852), por supuesto, es
más famoso por ser considerado el fundador de la sociología; de hecho, el inventó el término para describir lo que
veía como la disciplina maestra, que podría tanto entender como dirigir la
sociedad. Terminó poseyendo un enfoque diferente, mucho más autoritario de la
transformación social, proponiendo finalmente la regulación y control de casi
todos los aspectos de la vida de acuerdo a principios científicos, con el rol
sacerdotal de su Nuevo Catolicismo en los propios sociólogos. Esta oposición es
particularmente fascinante porque, a principios del siglo XX, las posiciones
fueron efectivamente invertidas. Mientras que la izquierda Saint-Simoniana veía
a los artistas como líderes y la derecha Comtiana se imaginaba a sí misma como
científicos, tuvimos líderes como Hitler y Mussolini quienes se imaginaban como
grandes artistas inspirando a las masas, esculpiendo la sociedad de acuerdo a
sus grandiosas visiones, y a la vanguardia marxista clamando por el rol de
científicos. Los Saint-Simonianos en cualquier caso, intentaron controlar a los
artistas para sus diversas empresas, salones, y comunidades utópicas, a pesar
de que rápidamente se encontraron con dificultades porque muchos al interior de
sus círculos artísticos de “vanguardia” prefirieron a los más anárquicos
Fourieristas, y luego, una u otra rama del anarquismo explícito.
En realidad, el número de
artistas del siglo XIX con simpatías anarquistas es bastante sorprendente,
desde Pissaro a Tolstoy u Oscar Wilde, por no mencionar a casi todos los
artistas de inicios del siglo XX quienes más tarde se volvieron Comunistas,
desde Malevich a Picasso. Más que como una vanguardia política liderando el
camino a una sociedad futura, los artistas radicales casi siempre se vieron a
sí mismos como exploradores de nuevas y menos alienadas formas de vida. El desarrollo
realmente significativo del siglo XIX fue menos la idea de vanguardia que la de
Bohemia (un término acuñado por Balzac en 1838): comunidades marginales
viviendo en una pobreza más o menos voluntaria, viéndose como dedicados a
perseguir la creatividad, formas no alienadas de experiencia, unidos por un
profundo odio a la vida burguesa y todo lo que implicaba. Ideológicamente, tenían
la misma posibilidad de ser representantes del “arte por el arte” o
revolucionarios sociales. Y de hecho parecían haber salido del mismo contexto
social que la mayoría de los revolucionarios del siglo XIX, o actuales, dado el
caso: una especie de encuentro entre ciertos elementos de las clases
profesionales con movilidad social descendente (intencionalmente), con amplio
rechazo a los valores burgueses, y jóvenes de clase trabajadora con cierta
movilidad social ascendente – del tipo que consiguió para sí mismo un nivel de
educación burguesa solo para descubrir que esto no significaba realmente entrar
en la burguesía.
En el siglo XIX, el término “vanguardia”
pudo ser usado por cualquiera que fuese visto como explorando el camino a una
sociedad futura libre. Los periódicos radicales – incluso los anarquistas –
solían llamarse “La Vanguardia”. Fue Marx quien comenzó a cambiar
significativamente esta idea introduciendo la noción de que el proletariado era
la verdadera clase revolucionaria – en realidad nunca usó el término “vanguardia”
en sus propios escritos – porque ellos eran quienes estaban más oprimidos (o
como expresó, “negados” por el capitalismo) y por tanto quienes tenían menos
que perder con su abolición. De este modo, descartó la posibilidad de que en
los enclaves menos alienados, sean artistas o artesanos y productores
independientes, quienes tendían a formar la columna vertebral del anarquismo,
tuviesen algo que ofrecer. El resultado todos lo conocemos. La idea de partido
de vanguardia dedicado tanto a organizar como proveer un proyecto intelectual
para las clases más oprimidas elegidas como agentes de la historia, pero
además, esparciendo la revolución a través de su disposición a usar la
violencia, fue descrito por primera vez por Lenin en su ensayo central de 1902,
“¿Qué Hacer?”; teniendo un eco sin fin, al punto que a fines de los 1960 grupos
tales como Estudiantes por una Sociedad Democrática pudieron terminar
encerrados en furiosos debates respecto a si el Partido de las Panteras Negras
debía ser considerado la vanguardia del movimiento, como líderes de su elemento
más oprimido.
Todo esto tuvo un curioso efecto
en la vanguardia artística quienes crecientemente comenzaron a organizarse como
partidos de vanguardia, comenzando por los Dadaístas y los Futuristas,
publicando sus propios manifiestos, comunicados, purgándose unos a otros, y tornándose
a sí mismos (a veces intencionalmente) parodias de sectas revolucionarias[5].
La fusión definitiva vino con los Surrealistas y, finalmente, la Internacional
Situacionista, que por un lado era la más sistemática en intentar desarrollar
una teoría de la acción revolucionaria acorde al espíritu de la Bohemia,
pensando sobre que significa realmente destruir las fronteras entre el arte y
la vida – pero al mismo tiempo, en su organización interna, desarrolló una
especie de insano sectarismo lleno de divisiones, purgas, y amargas denuncias
que Guy Debord finalmente remarcó que la única conclusión lógica para la
Internacional era terminar reducida a dos miembros, uno de los cuales debía
purgar al otro y luego cometer suicidio (lo que realmente no está demasiado
lejos de lo que efectivamente terminó ocurriendo).
Producción no-alienada
Para mí la pregunta realmente
intrigante es esta: ¿Por qué los artistas tan a menudo han sido atraídos por la
política revolucionaria, para comenzar? Porque parece ser el caso en que,
incluso en tiempos y lugares donde no hay otras bases para el cambio
revolucionario, el lugar para hallarla es entre artistas, autores y músicos;
incluso más, de hecho, que entre intelectuales profesionales. Me parece que la
respuesta tiene mucho que ver con la alienación. Parece haber una relación
directa entre la experiencia de imaginar cosas y luego llevarlas a la
existencia (individual o colectivamente) – o sea, la experiencia de ciertas
formas de producción no alienada – y la habilidad de imaginar alternativas
sociales. Esto es particularmente cierto si aquella alternativa es la
posibilidad de una sociedad cuya premisa recae en formas menos alienadas de
productividad.
Esto nos permite ver con una
nueva luz el salto histórico de la vanguardia como artistas relativamente no
alienados (o quizás intelectuales) a una visión de ella como representativa de
los “más oprimidos”. De hecho, sugeriré que las coaliciones revolucionarias
siempre tendieron a consistir en alianzas entre los menos alienados y los más oprimidos.
Esta es una formulación menos elitista de lo que puede sonar, porque también se
observa que en el caso de las revoluciones actuales tiende a ocurrir que estas
dos categorías se solapan. Esto explicaría por qué casi siempre parece ser
campesinos y artesanos – o alternativamente, campesinos y artesanos
recientemente proletarizados – quienes en realidad se levantan y derrocan
regímenes capitalistas, y no aquellos que pasaron por generaciones de trabajo
asalariado. Finalmente, sospecho que esto también puede ayudar a explicar la
extraordinaria importancia del movimiento “anti-globalización”: esta gente
tiende a ser simultáneamente la menos alienada y la más oprimida de la Tierra,
y una vez que es tecnológicamente posible incluirlas en coaliciones
revolucionarias, es casi inevitable que deban cumplir un rol destacado.
El rol de los pueblos indígenas,
curiosamente, nos lleva al rol de la etnografía. Ahora, me parece que en
términos políticos, la etnografía ha recibido un trato algo rudo. Se asume que
es intrínsecamente una herramienta de dominación, el tipo de técnica
tradicionalmente empleada por conquistadores o gobernantes coloniales. De hecho,
el uso de etnografías por parte de colonialistas europeos es casi una anomalía:
en el mundo antiguo, por ejemplo, uno puede ver una ráfaga de curiosidad
etnográfica en los tiempos de Herodoto que se desvanece al momento en que los
grandes imperios multiculturales entran en escena. Realmente, los períodos de
gran curiosidad etnográfica tienden a ser períodos de rápido cambio social y al
menos potencial revolucionario. Además, uno puede argumentar que bajo
condiciones normales, es menos un arma de los poderosos que un arma de los
débiles. Todos estos estudiantes graduados construyendo elaboradas etnografías
sobre sus departamentos que nunca podrán publicar están haciendo – quizás de un
modo teóricamente más informado – lo que cualquiera en esa posición tiende a
hacer. Sirvientes, mercenarios, esclavos, secretarios, concubinas, trabajadores
de cocina, casi cualquier persona dependiente de los caprichos de alguien
viviendo en un universo moral o cultural diferente, está por obvias razones
constantemente tratando de entender que está pensando esa persona y cómo gente
como esa tiende a pensar, para descifrar sus extraños rituales o entender cómo
tratan a sus parientes. Esto no sucede mucho a la inversa[6].
Por supuesto, la etnografía es
idealmente un poco más que eso. Idealmente, la etnografía se trata de entender
las lógicas simbólicas, morales o pragmáticas ocultas que delinean ciertos
tipos de acciones sociales; la forma en que los hábitos y acciones de la gente
toman sentido de maneras en las que no son del todo conscientes. Pero me parece
que esto posee un rol potencial para los intelectuales radicales, no
vanguardistas. Lo primero que necesitamos haces es mirar a quienes están
creando alternativas viables para el grupo, y tratar de entender cuáles son las
mayores implicancias de lo que (realmente) están haciendo.
Obviamente lo que estoy
proponiendo puede solo funcionar si fuese, en última instancia, una forma de
auto-etnografía – en el sentido de examinar movimientos que uno hace, de hecho,
llevando a cabo algún tipo de compromiso, en el que uno forme parte. Esto debe
también combinarse con cierto grado de exploración utópica: un asunto de probar
la lógica tácita o los principios bajo ciertas formas de práctica radical, y
luego, no solo ofrecer el análisis nuevamente a esas comunidades, sino usarlos
para formular nuevas visiones. Estas visiones deberían ser ofrecidas como
potenciales regalos, no análisis definitivos o imposiciones. Aquí también hay
sugestivos paralelos en la historia de los movimientos artísticos radicales,
que se volvieron movimientos precisamente al tornarse sus propios críticos[7];
así como también hay intelectuales que ya están intentando hacer precisamente
esta especie de trabajo auto-etnográfico. Pero digo todo esto no tanto para
proveer modelos como para abrir un campo de discusión, enfatizando que incluso
la noción de vanguardia en sí misma es más rica en su historia y llena de
posibles alternativas que lo que la mayoría de nosotros tenderíamos a esperar. Y
esto proporciona al menos una posible respuesta a la pregunta respecto a qué
puede hacer un antropólogo anarquista.
No dudo que hay muchas otras.
Referencias
Bourdieu, P. (1993) The Field of Cultural Production: essays on art
and literature, in R. Johnson (ed.), Cambridge: Polity Press.
Collins, R. (1998) The Sociology of Philosophies: a global theory
of intellectual change, Cambridge, MA: Harvard University Press.
Comte, A. (1852) Catechisme Positiviste: ou sommaire exposition de
la religion universelle en onze entretiens systematiques entre une femme et un
prêtre de l’humanité, Paris: Chez le Auteur.
Saint-Simon, H. de (1825) Nouveau Christianisme: dialogues entre un
conservateur et un novateur, primier dialogue, Paris: Bossange.
[1]
Significativamente, aquellas tendencias marxistas que no están nombradas por
individuos, como el Autonomismo o el Concilio Comunista, están más cercanas al
anarquismo.
[2]
Se debe notar que incluso Mikhail Bakunin, a pesar de sus interminables
batallas con Marx respecto a cuestiones prácticas, también tradujo
personalmente El Capital al ruso. También debo apuntar que estoy advertido de
ser un poco hipócrita aquí por ser indulgente sobre el mismo tipo de
razonamiento sectario que por otra parte estoy criticando: hay académicos
marxistas que son muy abiertos de mente, tolerantes y democráticamente
organizados, y hay grupos anarquistas que son enfermizamente sectarios. Bakunin
mismo difícilmente fue un modelo de democracia bajo algún estándar. Mi única
excusa para esta simplificación es que, desde que se puede argumentar que yo
mismo soy un teórico marxista, básicamente me tomo en broma tanto como cada uno
aquí.
[3]
De hecho, un historiador medievalista me dijo que al menos en muchas partes de
Europa, la universidad Medieval era realmente más democrática de lo que son
hoy, ya que los estudiantes elegían a los profesores.
[4]
Saint-Simon también fue quizás el primero en concebir la idea de la extinción
del Estado: una vez que había quedado claro que las autoridades estaban
operando para el bien público, no se necesitaría más la fuerza para obligar al
pueblo a prestar atención a sus consejos así como no se necesita obligar a los
pacientes a tomar el consejo de sus médicos. El gobierno se relegaría como
máximo a algunas funciones menores de policía.
[5]
Hay que notar, sin embargo, que estos grupos siempre se definen a sí mismos
como anarquistas, debido a cierta forma de práctica más que por algún heroico
fundador. Es de suponer que esto fue en parte debido a que cualquier artista
que admitiese ser seguidor de otro artista debería abandonar cualquier esperanza
de ser visto como una figura histórica significativa por el mero hecho de
hacerlo.
[6]
Tomemos de ejemplo el famoso ensayo de Todorov sobre Cortez, que según él, era
un etnógrafo aficionado que trató de comprender a los aztecas con el fin de
conquistarlos. Rara vez se observó que Cortez tratase de comprender a los
aztecas, precisamente cuando su ejército era superado en número así como 100 a 1;
al momento en que los derrotó, su curiosidad etnográfica parece haber
desaparecido.
[7]
Por supuesto, la idea de auto-crítica tomó una forma muy diferente, y un tomo
más siniestro entre los políticos marxistas.